ENSAYO SOBRE MONOGRAFÍA DE SABANALARGA (Página 14)
...continuación
Había otra clase de fiesta que podríamos llamarla
menores y muy típicas del pueblo: Los velorios de
cruces los sábados y domingos del mes de mayo. En
estas noches se verificaban cinco, seis u ocho al
mismo tiempo.
Los dueños de estas fiestas los
mayordomos, los cuales tenían que sufragar los
gastos en dinero, si eran hombres y en chicha u otra
bebida refrescantes si eran mujeres; había jarana
las dos noches.
En los días de San Juan y San Pedro también tenían
maneras particulares de divertirse. A todos los
Juanes y a todos los Pedros se les llevaban
felicitaciones con música; natural que de ahí
saliera el baile o por lo menos el trago la fiesta
de San Pedro tenía un aditamento: la de capitación
del gallo de San Pedro.
Se enterraba un gallo vivo
no dejándole a fuera sino la cabeza y el pescuezo;
los jugadores vendados uno a uno, debían acertar a
cercenarle la cabeza de un solo tajo de machete;
quienes no lo conseguían perdían el valor del gallo,
el que acertaba se lo ganaba.
Muy pintoresco es lo que antiguamente se llamó
gavilanes. Era un remedo del calpulli azteca o del
ayllu incaico. Lo formaban cincuenta o sesenta
campesinos que ponían en práctica el principio Todos
para uno y uno para todos. En los meses de mayo y
julio, época de limpiar las sementeras, todos
concurrían en un día determinado a limpiar la rosa
de uno de ellos, luego la de otro, y así
sucesivamente.
Por la tarde, después del trabajo
entraban todos a la población montados en sus asnos,
con banderas o ramos en las manos, y al son de una
flauta o caramillo y un tambor, paseaban las calles
cantando determinado son, el que coreaban con el
siguiente estribillo: Pío, pío, pío, señor gavilán .
Al dueño de la sementera se le permitía la
distinción de llevar en lugar de bandera, un
paraguas adornado con cintajos panes y hasta
billetes de banco y además ir montado en caballo en
lugar de burro.
Hasta hace medio siglo (1900), poco más o menos
existieron algunas costumbres en cuanto ceremonias
después de ocurrida la muerte de una persona.
Seguramente, en ellas había mucho del ancestro
indígena y aún del español pues este también tenía
sus supersticiones.
Algunas de dichas costumbres,
por buenas han debido perdurar, otras por malas,
están muy bien olvidadas. Con las primeras queda
demostrada la sana confraternidad que entonces
existía en la población, el empleo de las segundas
era volver a la barbarie.
Había diferencia en las ceremonias, según que el
muerto fuera un adulto o un niño. Al expirar la
persona, lo primero que hacia era bañarla con agua
muy cargada de zumo de limón; si era hombre se le
cortaba el cabello y se le afeitaba. En todo caso,
se les ponía sus mejores vestidos y buen calzado
como si fuera para un acto solemne.
El cadáver no
era colocado inmediatamente en la caja mortuoria,
sino que se le tenía expuesto en una cama de tijera
a la cual se le había quitado el lienzo y se
sostenía abierta por medio de cordeles transversales
de los barrotes.
Sobre este tejido se ponían ramas
tiernas de mataratón para conservar una temperatura
baja (no existía todavía el hielo artificial) se
vestía la cama y luego se colocaba el cadáver.
En el entierro, los asistentes precedían el cadáver
formando calle, y cada cual llevaba en la mano una
vela encendida; generalmente le precedía una banda
de músicos al compás de una marcha fúnebre.
El duelo, el cual duraba un mes, era naturalmente un
gran problema económico; los parientes cercanos y
aún los más o menos lejanos se mudaban a la casa de
los dolientes durante el tiempo de la duración de
aquel; por el día las comilonas, por la noche
tertulias, rezos y murmuraciones.
Esto traía sin
duda la ruina de muchos hogares pobres, si no
hubiera sido porque el mal traía su remedio: todas o
casi todas las familias del lugar enviaban, durante
el duelo, regalos costosos, ya fueran en dinero, en
alimentos o en útiles de los necesarios para atender
aglomeraciones de gente.
Una costumbre típica digna
de anotarse era la de la colocación de un vaso de
agua lleno detrás del Cristo que presidía los rezos,
con el objeto de que el alma del difunto apagara la
sed cuando sintiera este deseo; por supuesto que
nuestra alta temperatura se encargaba del milagro
por medio de la evaporación. |